Oración de consagración de los sacerdotes a la
Virgen. Benedicto XVI
Madre Inmaculada, en este lugar de gracia, convocados
por el amor de tu Hijo Jesús, Sumo y
Eterno Sacerdote, nosotros, hijos en el Hijo y sacerdotes suyos, nos consagramos a tu Corazón materno, para cumplir fielmente la voluntad del Padre. Somos
conscientes de que, sin Jesús, no podemos hacer nada (cfr. Jn 15,5) y de que,
sólo por Él, con Él y en Él, seremos instrumentos de salvación para el mundo.
Esposa del Espíritu Santo, alcánzanos el don inestimable de la
transformación en Cristo. Por la misma
potencia del Espíritu que, extendiendo
su sombra sobre Ti, te hizo Madre del
Salvador, ayúdanos para que Cristo, tu
Hijo, nazca también en nosotros. Y, de este modo, la Iglesia pueda ser renovada
por santos sacerdotes, transfigurados por la gracia de Aquel que hace
nuevas todas las cosas.
Madre de Misericordia, ha sido tu Hijo Jesús quien
nos ha llamado a ser como Él: luz del mundo y sal de la tierra (cfr. Mt
5,13-14). Ayúdanos, con tu poderosa
intercesión, a no desmerecer esta vocación sublime, a no ceder a nuestros
egoísmos, ni a las lisonjas del mundo, ni a las tentaciones del Maligno.
Presérvanos con tu pureza, custódianos con tu
humildad y rodéanos con tu amor
maternal, que se refleja en tantas almas consagradas a ti y que son para nosotros auténticas madres
espirituales.
Madre de la Iglesia, nosotros, sacerdotes, queremos
ser pastores que no se apacientan a sí
mismos, sino que se entregan a Dios por
los hermanos, encontrando la felicidad
en esto. Queremos cada día repetir humildemente no sólo de
palabra sino con la vida, nuestro “aquí estoy”.
Guiados por ti, queremos ser Apóstoles de la Divina Misericordia, llenos de gozo por poder celebrar diariamente el Santo Sacrificio del Altar y ofrecer a
todos los que nos lo pidan el sacramento de la Reconciliación.
Abogada y Mediadora de la gracia, tu que estas
unida a la única mediación universal de Cristo, pide a Dios, para nosotros, un corazón completamente
renovado, que ame a Dios con todas sus
fuerzas y sirva a la humanidad como tú
lo hiciste. Repite al Señor esa eficaz
palabra tuya:“no les queda vino” (Jn 2,3), para que el Padre y el Hijo derramen
sobre nosotros, como una nueva efusión, el Espíritu Santo.
Lleno de admiración y de gratitud por tu presencia
continua entre nosotros, en nombre de
todos los sacerdotes, también yo
quiero exclamar: “¿quién soy yo para que
me visite la Madre de mi Señor? (Lc 1,43) Madre nuestra desde siempre, no te
canses de “visitarnos”, consolarnos, sostenernos. Ven en nuestra ayuda y líbranos de todos los
peligros que nos acechan.
Con este acto de ofrecimiento y consagración, queremos acogerte de un modo más profundo y
radical, para siempre y totalmente, en nuestra existencia humana y sacerdotal. Que
tu presencia haga reverdecer el desierto de nuestras
soledades y brillar el sol en nuestras tinieblas, haga que torne la calma
después de la tempestad, para que
todo hombre vea la salvación del Señor, que tiene el nombre y el rostro de
Jesús, reflejado en nuestros corazones, unidos para siempre al tuyo. Así sea.
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